Cómplices

Advertencias y avisos

Querido lector, querida lectora a partir de este momento, Euritmia en la Red ha eliminado de sus contenidos la novela corta "Alas rotas", cuya primera versión fue escrita en el verano de 2003.
Como explico en el post correspondiente la razón se debe a que la editorial "La Esfera Cultural" ha decidido publicarla en papel.
Puede adquirirse si pulsáis en ESTE ENLACE

VERSIÓN EN AUDIO DE ALAS ROTAS

Introducción a la versión en Audio.

domingo, 21 de diciembre de 2014

Elimino del blog la novela "Alas rotas"

Justo hace un año, acababa la entrega semanal por capítulos de Alas rotas. Fue una experiencia magnífica para mí como autor, y sé que a muchos de vosotros os gustó su lectura, pues las páginas de este blog recibieron un número fiel y abundante de visitas durante las dieciséis semanas en que duró su publicación.

Pues bien, un año después, nuestro amigo Francisco Concepción, ha tenido a bien arriesgarse como editor de "La Esfera Cultural" y publicar la novela en papel,

Sé que esta decisión mía no le ha de gustar, pero tal y como entiendo el asunto, sería una falta a esa amistad mantener el texto en el blog, ahora que él lo ha editado en papel.

Si pulsáis AQUÍ podréis adquirir el ejemplar en papel de la novela.

Dejo este aviso con la pena que me da el haber tenido que eliminar junto con el texto de la novela vuestros comentarios tan cariñosos e interesantes. Espero que a nadie ofenda.

Y también me apena haber tenido que eliminar la versión en audio hecha con todo el cariño y calidad con que La voz silenciosa realiza cada tarea que emprenda.

No obstante, si pulsáis AQUÍ podréis acceder al audiolibro.

Y por último os dejo, con todo mi agradecimiento a Francisco, la portada que envuelve la novela.


viernes, 4 de enero de 2013

El runrún. 2011


Haikus para la Navidad
noche de invierno
soliloquio de fuente,
murmullo de dios
el ángel propone,
duda la primavera,
tiemblan los labios
al decir sí
la virgen encendió
nuestra esperanza
cantan los pájaros,
al sol brotan las hojas,
tiempo de espera
dudas y miedo
pesadilla y pelea,
vence el amor
salmos de estrellas
alumbran la tenada
cantan los ángeles
verbo hecho carne
iluminando el barro:
luz en vasijas
balan ovejas
y se acercan pastores
fiesta de pobres
miro al pesebre,
pupilas de pastor,
niño dormido
la navidad
es un niño desnudo
hijo de pobres
dios se arcilló
nuestra misma sustancia:
pobreza y barro
recién nacido,
arrullo azul la madre,
oboes y ángeles
mirra, incienso, oro,
la estrella avanza y calla,
palacio y establo
semilla muerta…
cuando llegó su tiempo
perfume y rosa


Encontraréis un niño envuelto en pañales
y acostado en un pesebre
(Evangelio de Lucas, cap. 2, 12)

Aquella madrugada de niebla, Asdrúbal salió de casa con la convicción extraña de que no regresaría a la hora habitual, ni compraría el regalo, tal y como tenía previsto. Sin embargo, esa sensación no era lógica, sólo se basaba en un runrún que correteaba por su plexo solar. Empezó a lamentar las semanas transcurridas sin adquirir el obsequio de Gabriela. Siempre había odiado gastarse el dinero por una costumbre impuesta; pero con ella era diferente. Cualquier excusa, o ninguna, era buena para comprarle algo.
Durante los primeros momentos de trabajo, escobón en mano, mientras la niebla se espesaba, intentó olvidar su pálpito y pensó en el cálido cuerpo de Gabriela que había dejado ovillado y enredado en sus sueños dentro de la cama. Fueron suficientes algunos recuerdos para que el frío lo abandonara y diera paso a una nueva temperatura, quizá excesiva.
Para hacer más llevadero su tarea recorriendo, barriendo y arrastrando un carrito en cuyo cubo dejaba la basura que los apresurados ciudadanos depositaban sobre el empedrado, pues una papelera o un contenedor siempre estaban lejísimos de sus veloces pasos, solía escuchar música a través del mp3 que unía a su cerebro mediante cascos blancos, que resaltaban más aún sobre la oscuridad de café de su piel. Pero, quizá por culpa del sueño acumulado tras una noche apasionada, los dejó olvidados. Cuando salieron del hangar donde se apilaban los trebejos laborales, el jefe le asignó la zona del polígono, a las afueras de la ciudad. A Asdrúbal no le había gustado nunca limpiar por aquella parte, y menos en el primer turno, el que comenzaba durante la más feroz hora de la madrugada, ese territorio habitado por la soledad y los ladridos amenazantes de perros adiestrados para evitar allanamientos de morada, destrozos y robos. Por eso lamentó más haber olvidado sus cascos en casa. El sonido de las melodías caribeñas le habría evitado tener que escuchar a los perros a su paso junto a las verjas y tapiales de las diferentes naves.
Decidió centrarse en las curvas de Gabriela y en el colgante de oro que había visto en una joyería. En cuanto acabara su turno, antes de regresar a casa, pasaría por allí. Deseaba sorprenderla; por eso había decidido no arriesgarse a que ella encontrara la gargantilla antes de Navidad. Pero ahora intuía que se había equivocado. No se le iba de la cabeza la absurda idea de que llegaría demasiado tarde a casa, que cuando se quisiera dar cuenta, cualquier establecimiento habría cerrado sus puertas. No tenía ni pies ni cabeza su intuición, pero la sentía nítida, aunque pasaran los minutos.
Cuando aún faltaba un rato para el claror del alba, una astilla de llanto se le clavó en el cerebro. Quiso forzar a su entendimiento para creer que se trataba del aullido de uno de los perros que tanto le preocupaban. Pero había sido demasiado nítido y claro… y cercano. Por mucho que se quisiera engañar, no había confusión posible. Su primera intención fue seguir adelante, negando al cerebro el mensaje diáfano que le había llegado a través de sus oídos (maldiciendo volvió a lamentar el olvido de los cascos). Miró a su alrededor y no vio a nadie. Empujó con celeridad su carrito para alejarse pero, como respuesta al gesto, se hizo de cristal el llanto. Se detuvo y volvió a espolvorear de mirada su entorno, ya no para huir, sino para descubrir de dónde procedía el sonido de astilla que se clavaba allá dentro.
A su derecha, el portón de una finca vacía, permanecía entornada. A pesar de la oscuridad, descubrió esa anomalía, pues sus ojos encontraron una tenue luz, como una lagartija nerviosa, procedente del edificio con vocación de ruina rodeado por algunos escombros y por restos de la antigua actividad, un aserradero que había cesado un par de años atrás, según recordaba.
Entre sus pies y su razón se entabló una pelea que no duró ni un minuto. Aquéllos deseaban acercarse al lugar apenas iluminado, como si el hilo de oro, frío y titilante, fuese imán irrechazable. Ésta pretendía lo contrario: seguir su tarea como si nada hubiera visto y oído, como si fuera sorda y ciega. La lógica quiso convencer a sus extremidades sobre peligros, riesgos, la conveniencia de ser prudente y no meterse donde no había sido llamado. La astilla mineral perforó un poco más su entendimiento. Asdrúbal no resistió y se acercó cautelosamente a la entrada del viejo aserradero.
Antes de cruzar la entrada, observó con detenimiento el espacio que le separaba hasta llegar a la gavilla luminosa. No descubrió peligro. Por otra parte era lo lógico, pues, de haber habido perros, sería difícil que alguien hubiera podido entrar. Dejó el carro y cruzó hasta la nave. Al llegar, el sonido se hacía más poderoso y descubrió que también la puerta estaba entornada, por ello la luz, como una niña juguetona, escapaba a través de esa rendija. Temió, al empujar la hoja de madera, que el gañido de los goznes alertara a los moradores del lugar, y que estos no fuesen seres pacíficos. Su imaginación esbozó un cuadro en el que una tribu de desarrapados se ubicaba allí. Pero no hubo ruido, o si lo hubo fue tan inaudible, que ni sus oídos lo registraron. El zaguán de la nave era un espacio desolado donde no había nadie, la iluminación procedía del interior, quizá más cálido o más protegido. Salvo el sollozo, cada vez más intenso, no le llegaban señales de vida. Aún se topó con otra puerta que empujó con más decisión o con menos miedo.
Allí descubrió a ambos.
La madre se asustó y comenzó a gritar, lo que provocó el alarido de la criatura. Pero los gestos tranquilizadores del hombre, la calmaron.
Asdrúbal comprobó que ante sí tenía a una jovencita desesperada y sumamente debilitada, quizá en las últimas. Y comprendió el runrún de la madrugada. Supo, mientras llamaba con el móvil a los servicios de emergencia, que, efectivamente, llegaría muy tarde a casa, pues tendría que dar muchas explicaciones. Pero supo también que, ni a él ni a Gabriela, le importaría no poder comprar el colgante de oro. Emplearía el dinero en otro menester. Pero eso se lo contaría a Gabriela más tarde, cuando amaneciera nochebuena.

jueves, 3 de enero de 2013

Navidad sin cuento. 2010


Dalmacio Allende avizoró el fondo de la calle, y a pesar de la catarata que convertía en nebuloso cualquier paisaje que acariciase su mirada, creyó vislumbrar una sombra que se colaba en el portal de su casa.
No tenía miedo –o eso se decía-, pero a la vista de la oleada de robos que asediaban la ciudad, no convenía actuar a la ligera, porque, según su máxima, una cosa es valentía y otra locura. Lo que leyó en el Diario de Euritmia no dejaba dudas: durante el año, el índice de criminalidad había ascendido un quince por ciento. Por si fuera poco, un detalle agravaba aún más la información: el incremento sustancial se había producido tras el verano. Hasta entonces los números eran similares a las de la década.
Allende sabía que su amigo, el comisario Balmes, no era partidario de revelar detalles a la ciudadanía sobre las investigaciones policiales ni acerca de los mundos oscuros de la delincuencia, aunque en la vieja ciudad tal cuestión se redujese casi siempre al amor de los cacos por lo ajeno y a esporádicas riñas tabernarias que concluían en algún descalabro y destrozos varios en los locales convertidos en campo de batalla. Otros crímenes eran inevitables y dañinos, como las heladas en primavera, pero su número era inapreciable en las correspondientes estadísticas. Aunque recluir en ese término cualquier afrenta contra la vida o la dignidad, era un insulto para las víctimas y sus allegados. En el último lustro, desde el secuestro y asesinato del diputado Isacio Jumilla (1), no había habido, por suerte, ningún homicidio en la ciudad. Euritmia se movía en parámetros de normalidad absoluta, hasta que en septiembre comenzó el huracán de robos que disparó las alarmas, incluso en el gobierno de la Nación.
A pesar de lo borroso de su mirada, Dalmacio estaba seguro de haber visto a alguien entrando en su edificio, por lo que se aproximó con suma prudencia. Las doce menos cinco no era la hora más peligrosa para temer un asalto, pero, por lo leído en el periódico, el «modus operandi» de los delincuentes era tan variado que no se podía establecer un patrón que ayudase, tanto a las fuerzas de seguridad en la investigación, como a la ciudadanía en sus cautelas. Cualquier persona –especialmente los residentes del centro- podría ser objeto de robo, cualquier hora servía para perpetrarlos. Sólo había dos características comunes a cada sustracción: cuando robaban, nunca desvalijaban del todo y la vivienda siempre estaba vacía.
En casa de Dalmacio, a causa de su viudez, no había nadie. A medida que sus pasos le acercaban, percibía cómo se aceleraba la velocidad cardiaca, no podía evitarlo. ¿Miedo?
Cuando entró en el portal, supo de dónde procedía el sonido. Cada vez que se abría o cerraba la puerta, la melodía era inevitable. Había sido un capricho infantil de Alicia y desde entonces ni él ni su pobre Anunciación habían sido capaces de quitarlo. Total, a ellos no les molestaba. Algún día que la soledad le pesaba más, Dalmacio abría la ventana de la sala para que la brisa agitase el pequeño carillón de tubos metálicos. Su música le acompañaba, y ejercía sobre su corazón propiedades similares a las de los abrazos.
De inmediato supo que había sido objeto de uno de los robos que, como una plaga, asolaban la ciudad. ¿Pero qué le podrían haber robado, si no tenía nada de valor?
Nadie había hablado hasta ahora de daños personales, y no quiso ostentar el dudoso honor de ser el primero en abrir tan siniestra lista, así que prefirió girar en redondo. No es que tuviera miedo, pero no iba a poder con aquellos desalmados. Salió de nuevo del portal, y subió otra vez la calle hacia la Plaza. Procuraba olvidar las notas del carillón e intentaba recordar algo que se le hubiera olvidado comprar, de ese modo se explicaría a sí mismo la razón por la que se había dado la media vuelta.
De regreso, dos horas más tarde, Dalmacio comprobó que faltaban las joyas favoritas de Anunciación. Era lo más próximo a su piel que le quedaba. Algunas madrugadas en que el insomnio se convertía en fortaleza inexpugnable, las cogía, como si tomase a la propia Nunci, y aún sentía, a través de la superficie de la alhaja, su cálido latido. Sin embargo, la desaparición de unos doscientos euros, no le afectó.
De golpe se le borró todo el apetito que traía.
*
—Gayano, un día este afán suyo de ocultar datos a la prensa nos causará problemas. —Arcadio Colmenares del Castillo, Subdelegado del Gobierno, se desesperaba cada vez que Balmes le obligaba a convocar una rueda de prensa para informar sobre diversos aspectos relacionados con la seguridad ciudadana. —Estoy harto —continuó el Subdelegado— de recibir llamadas del Secretario de Estado, pidiéndome explicaciones, sobre esa brillante afirmación suya de que la policía no tiene ni idea de las razones del radical incremento de los robos en Euritmia.
Gayano se encogió de hombros. En estos momentos odiaba más que nunca a cualquier político, en especial a quien le había prohibido fumar en su despacho. Situaciones como ésta eran las ideales para cubrir el rostro con una densa humareda que evitase el recorrido detallado que Arcadio Colmenares hacía de sus facciones…
—Señor Subdelegado, con el debido respeto…, no me toque los cojones. Si no me meto en su trabajo, no se meta en el mío. —Ante el gesto hostil del Subdelegado prefirió cambiar de táctica y adoptó un tono casi profesoral. —Mire, Arcadio, si ante la prensa diéramos la idea —y subrayó el plural como si lo enfocase con linterna— que sabemos algo de estos cabritos, seguro que desaparecen por una temporada. Seguro que se evaporan… A mí me encantaría trincarlos antes de Navidad, porque barrunto problemas para esos días. Si para conseguirlo tengo que parecer imbécil, pareceré. —Tiñendo su voz de cierto tono desafiante, concluyó—. Ya sabe que sólo tengo que abrir el cajón y firmar la renuncia. Si eso es lo que quiere…—retó.
—Bueno, Gayano, bueno… Siempre con la misma estupidez en los labios. Hablar con usted es imposible. Pero cualquier día le hago caso y ya verá el disgusto que le doy. —De vez en cuando a Colmenares le apetecía tensar la cuerda. —A veces parece que se le olvida que las cuestiones de seguridad ciudadana, como todo lo demás, dependen de la acción política. Estamos en un estado de derecho, no policial… ¿Me explico?
—No me venga con historias. Mayor demócrata que yo no encontrará en otra Comisaría del país. No pretendí ocultar información a la ciudadanía, traté de esconder nuestras armas a los delincuentes, que es bien distinto. Si supiera que dando más datos encerraría a estos malditos, los daría… Pero si lo prefiere —continuó mientras se inclinaba y abría el cajón de donde extrajo un folio mecanografiado—, firmo mi dimisión, y aquí paz y después gloria. —Miró al calendario de la mesa—. Diecisiete de diciembre. Lo escribo aquí, donde la fecha…
A Arcadio Colmenares le dieron todas las ganas del mundo de aceptar (esta vez sí) la bravata del gallego. Por un instante estuvo dispuesto a que rellenara los espacios correspondientes a la fecha y que luego firmara; pero supo que sería un error. Sin hacer caso de la última amenaza continuó con su argumento, en un tono más conciliador.
—Entonces, Gayano, ¿si va a ofrecer información incompleta, por qué convocar una rueda de prensa? Mejor mantener el silencio. Mejor que los ladrones no sepan lo que sabemos.
—Esa es la duda, Arcadio, esa es la duda. Del Río es de su misma opinión, pero me dio en la nariz que no es así. Ya sabe, soy de la vieja escuela, y creo en mi olfato más que nada… Mi napia me dice que al publicar que no tenemos ni idea, los criminales se relajarán y cometerán un error. Y allí estaremos nosotros, esperando… Además, queramos o no, cuando acabe el año, daremos las cifras oficiales de los delitos cometidos. Si esperamos a ese momento, quizá se nos acuse de indolencia, y a lo mejor, al habernos adelantado, se dio mejor imagen…, incluso política —subrayó—. La ciudadanía tendrá la impresión de que el problema que vive, no deja indiferente a sus políticos y a sus fuerzas de seguridad que intentan con todas sus energías poner remedio a la situación…
—En la Dirección General no están tan seguros.
—¿Qué sabrán en Madrid de nuestros problemas?
—Temen el contagio, Gayano. Si la Policía afirma que no sabe por dónde empezar para capturar a los culpables, otros, en otras partes, también pueden empezar a copiar ideas…
—Paparruchas. Usted lo sabe como yo. Salvo que la banda se traslade, esto no ocurrirá.
Gayano era consciente del efecto fulminante de la palabra banda en el Subdelegado: la estridencia de un despertador en pleno sueño. Sonrió al descubrir el gesto del político.
*
Había hablado con Alicia y ésta le había rogado que dejase Euritmia y viajase hasta Madrid, donde ella vivía con su marido y sus dos hijos. Pero Dalmacio se negó en rotundo. Después de un intenso diálogo, la hija consiguió que su padre le prometiera que acudiría a la Comisaría a poner la denuncia. Ambos suponían que parecía imposible que aparecieran las joyas robadas, pero al menos, si ocurría el milagro, todo sería más fácil, por no hablar de los riesgos que corría. Ante semejante miedo, Dalmacio argumentó que no se habían producido daños personales, por tanto no era de esperar que él se convirtiera en el primero. Su hija, no obstante, sostuvo que siempre había una primera vez para todo, así que, o iba a la Comisaría, o se encargaba ella misma de hablar con Balmes, pues para eso era su amigo…
En cumplimiento de su palabra, aquella misma tarde Dalmacio atravesaba las puertas de la Comisaría, y solicitaba información para poner una denuncia.
—¿Un robo? —preguntó el agente, seguro de que no erraba. Dalmacio no contestó, esperó a que el hombre uniformado continuase. —Sí, mire, llegue a la esquina, coja el pasillo de la izquierda y en la primera puerta, allí es.
Para su sorpresa, a pesar de lo que se había dicho en los medios de comunicación, no había nadie dispuesto a denunciar el robo. En algunas ocasiones los datos necesitarían alguna explicación más precisa o clara para que los ciudadanos corrientes tuvieran comprensiva percepción de los acontecimientos. Un incremento tan abrumador del número de delitos contra la propiedad en una ciudad como Euritmia, no significaba que todos los días hubiese cincuenta o cien robos. Diez o quince diarios –teniendo en cuenta el número de habitantes de la ciudad- serían suficientes para que las alarmas policiales y políticas se disparasen. La joven policía que se sentaba ante un ordenador, le hizo un leve gesto para que Dalmacio se acercase.
—Buenas tardes, señorita, no parece que hoy haya habido tantos robos…
Maribel, policía en prácticas, le sonrió sin comprender lo que le había dicho aquel hombre de porte distinguido y avanzada edad.
—No entiendo a qué se refiere.
—En la prensa han publicado el alarmante incremento de robos en la ciudad, y a mí me han robado esta mañana, a eso del mediodía, ¿sabe usted? Lo sé porque al poco han sonado las campanadas de la Esbelta Dorada. Como no hay nadie, será que hoy sólo me ha tocado a mí.
—A veces no se publican bien las cosas —comentó Maribel, mordiéndose los labios de inmediato. No debería haber hecho semejante comentario, extralimitaba sus funciones—. ¿Va a denunciar el robo? —Dalmacio asintió y ella prosiguió—. Si me permite su DNI…
Después de acabado el trámite burocrático, se dirigió a Maribel.
—¿Cuándo cree que recobraré las joyas de mi mujer…, es lo único que me queda de ella?
La joven agente se encogió de hombros.
—Llevamos más de tres meses detrás del asunto. No le puedo decir más. Lo único que le aseguro es que estamos haciendo lo que podemos.
—¿Sabe usted si el comisario Gayano…?
Maribel se tensó. No era una buena señal para ella que Dalmacio preguntara por el Jefe. Quizá quería quejarse por algo que ella, inconscientemente, hubiera hecho mal. Los pensamientos cruzaron su cabeza como una daga de hielo y anidaron en su rostro, puesto que Dalmacio precisó a toda prisa.
—Soy viejo amigo suyo. Nada que ver con usted… Me gustaría hablar con él del asunto, seguro que si sabe que las joyas de Anunciación me las han robado… ¿Dónde podría verle?
—Su despacho está en el piso de arriba. —Maribel parecía más calmada—. Pero quizá a estas horas ya se haya marchado. Pregunte a alguno de mis compañeros.
No fue necesario. Nada más salir de la oficina, se encontró con Gayano que abandonaba la Comisaría. Se escuchaba su voz de lija gruesa por culpa del tabaco.
—Hasta mañana, Ramón. Espero que no suceda nada grave esta noche. Como tenga que salir de casa, creo que mi mujer no me lo perdonará nunca.
—No se preocupe, Comisario —respondió Ramón como si recitara un papel memorizado—. No creo que sea necesario que abandone su casa. Ya sabe que esta ciudad es muy tranquila.
—No se fíe, las apariencias engañan… Y ya sabe el crimen nunca descansa.
—¡Gayano!, ¡Gayano!
—Dalmacio… Benditos los ojos… ¿Tú por aquí? ¿No me digas que…? —Balmes se giró hacia la oficina donde se denunciaban los robos e intuyó el motivo por el que el viejo Allende estaba en la Comisaría—. ¿Cuándo te robaron?
—Esta mañana… Lo peor es que eran las joyas de Nunci.
El cariñoso apodo de la esposa, reservado para el coloquio íntimo, sobrevoló la breve distancia que separaba a ambos cubriéndola de recuerdos. Evocaciones de años transcurridos demasiado rápido, truncados con uno de los mordiscos que la vida da sin previo aviso.
El Comisario, desde hacía muchas décadas, no se implicaba emocionalmente en los casos que tenía que resolver. Era una medida, no sólo de higiene mental, sino de eficacia profesional. Pero aquella frase había desbaratado, sin buscarlo, tal precaución. Desde ese instante, el caso de los robos en Euritmia, ya no era uno más —especialmente delicado a causa de la alarma social que estaba provocando en la ciudad—, sino que había afectado a su viejo amigo Dalmacio Allende, y nada menos que al recuerdo de Anunciación. Era como si le hubieran secuestrado lo último que le quedaba de ella, aunque tal afirmación no se sostuviese objetivamente.
*
El frío se había enseñoreado de la ciudad. La Navidad se acercaba, como siempre, escondida bajo un lastre de edulcorantes como fuegos artificiales, luces como sonrisas de cartón, gastos como robos a los desheredados, regalos como egoísmos compartidos… Y por no romper con los tópicos, para que estuviesen todos, la nieve se asomaba como niña curiosa sobre la cresta de las montañas. Nevaría en la ciudad en cualquier momento.
Pero este año en Euritmia, algo había cambiado. El miedo se había apoderado de una parte de su sustancia. Era un miedo pegajoso e inexplicable. Un miedo que crecía en el interior de algunos ánimos, sin afectar a otros. Los robos habían comenzado donde residían las fortunas de la ciudad, tal y como sostenían las opiniones más generales y aceptadas. Después de los primeros, que se mantuvieron en secreto por un prurito de orgullo y porque la propia Policía lo recomendó, los hurtos se extendieron como una mancha de aceite que terminó por colarse en la mayoría de hogares de La Plaza, calle Imperial, avenida Gonzalo Fernández de Córdoba, calle del Cabildo, y la parte baja de la calle Arcipreste de Hita, la más próxima al Puente.
Sólo en el despacho de Gayano se tenía la noción precisa. El plano de la ciudad, como un pajarillo con las alas cerradas, se desplegaba sobre una de las paredes. Donde se había producido algún robo habían clavado pequeñas chinchetas, tal que un reguero de hormigas. Los barrios más humildes, en teoría, como El Óreo o El Ángel o Nueva Euritmia, aparecían limpios, como si sólo le crecieran plumas a aquella avecilla en la cabeza y el cuello. Para dos policías expertos como Balmes y del Río, allí estaba la mano de una banda bien organizada que tenía un firme propósito y que conocía muy bien los entresijos de la ciudad sobre la que asestaba golpes precisos, pero cuya última determinación no parecía ser el desfalco.
Se repetía sistemáticamente la forma de actuar. Nunca había nadie en la casa asaltada. El único daño, aparte del robo, era el que se producía en la cerradura de la puerta de entrada, aunque no era muy grande. (Este detalle llevó a pensar en la mano de un experto). Lo robado, salvo el dinero —si lo encontraban de modo sencillo—, era identificable por los propietarios (joyas, relojes, pequeños cuadros, alguna miniatura de cierto valor, aunque fuese por su antigüedad). Excepto algún desorden, no causaban más daño en la vivienda. Nunca se llevaban todos los objetos de valor, ni siquiera todo el dinero. Jamás se sustrajeron algo de gran tamaño. Tampoco se había producido ningún hurto después de las seis de la tarde, ni antes de las once de la mañana. En un intervalo de siete horas los ladrones robaban todos los días entre dos y seis domicilios. Al menos ésa era la frecuencia de las denuncias.
La Policía estaba atónita, era la primera vez que se encontraban con un tipo de atracos de esta clase. Si por el delito se intuye al delincuente, en este caso todas las líneas de investigación topaban con soluciones de difícil explicación…
Las señales que dejaban los ladrones, analizadas por el departamento científico de la Comisaría, no aportaban muchos datos. Las huellas encontradas no figuraban en ningún fichero policial. Uno de ellos era de cierta edad puesto que habían encontrado en varias viviendas algún cabello blanco, que no aclaró nada, pues, una vez hecho el estudio de ADN y cruzados los resultados con la base de datos, no estaba fichado.
Balmes y del Río construyeron con paciencia de miniaturista un posible perfil de los ladrones. Sus conclusiones, en principio, no hablaban muy bien de las facultades mentales de ambos policías: personas de cierta edad –deducción a la que se llegó por la zona en que actuaban-, probablemente naturales de la ciudad, o residentes en ella desde hacía tantos años que todo el mundo les consideraba euritmitenses, que robaban, bien porque padecían alguna enfermedad mental, bien porque pretendían obtener un alto número de pequeñas ganancias con la venta de lo robado. No buscaban el gran golpe, sino pequeños hurtos que sumaban una buena cantidad.
—Esto suena —comentó Daniel del Río una tarde de noviembre, cuando el estupor ya ocupaba la inteligencia de los policías— a que alguien está solucionando el problema que le ha causado la crisis a base de sisas, más que robos. Un viaje a Madrid u otra ciudad próxima, les permitiría su venta al menudeo, sin que nadie pueda dar la señal de alarma.
—¿Y si las empeñaron?
—No fastidies, Gayano… ¿No me digas que son ladrones buenos que una vez que recuperen el dinero, van a ir a desempeñar las joyas y luego devolvérselas a sus propietarios?
Balmes se encogió de hombros y encendió un cigarrillo en su despacho. Del Río se apresuró a abrir la ventana.
—Gayano, que está prohibido…
—Coño, Daniel, se me olvidó… ¿Me vas a denunciar? —preguntó Gayano con una sonrisa inocente, que se acentuaba al paso del humo junto a sus ojos obligándole a guiñarlos como si mirara a un horizonte lejano.
La tarde en que denunció Dalmacio, algo se consolidó en la percepción de Gayano. Una intuición confirmaba la sospecha sobre un aspecto de la identidad de los ladrones. Fue como un chispazo que aún no sabía concretar muy bien ni para qué servía.
—¿Dalmacio —preguntó— sólo te robaron las joyas de Anunciación?
—También algo de dinero, pero eso no me preocupa.
—¿Eran las únicas joyas que tenías en casa?
—No, aún queda alguna más.
Gayano se frotaba la barbilla en un gesto muy suyo que mostraba a las claras que su cabeza trabajaba a bastante velocidad…
—¿Tenías las joyas guardadas en diferentes habitaciones del piso?
Allende intuyó qué derroteros pensaba el Comisario, e intuyó las conclusiones.
—Pues no… Ahora que lo dices tienes razón. ¿Por qué sólo se han llevado estas joyas y han dejado las otras? No lo entiendo… Una vez allí podrían haberse llevado todas.
*
Cuando, unos días después, Dalmacio abrió el buzón, le sorprendió ver un sobre. Cada mañana, antes de la comida, repetía maquinalmente el gesto, aunque sabía que no habría nada, salvo publicidad, cartas del banco o recibos de la luz o el teléfono. Los pocos amigos que le iban quedando, vivían en Euritmia, con su hija hablaba a diario por teléfono y raro era el mes en que no le visitaba acompañada por los nietos y el yerno. Por navidades era él quien se desplazaba a Madrid.
Desde la muerte de Anunciación, odiaba las navidades en Euritmia; cada adoquín era un recuerdo de su ausencia. No estaba dispuesto a que las navidades se convirtiesen en una navaja que le reabriese heridas. Alicia no era capaz de concretar semejante sentimiento, pero intuía lo fundamental. Además ella no se podía permitir el lujo de pasarse dos semanas en Euritmia. Era mejor –sobre todo para ella y los niños- que el abuelo estuviese en Madrid.
Después de leer la nota, llamó a su hija: habría cambio de planes. Hasta después de Navidad no se desplazaría a Madrid. Si ellos querían pasar con él nochebuena y Navidad tendrían que venirse, de lo contrario se quedaría solo, pero tal cosa no le importaba.
Estimado señor Dalmacio Allende,
El motivo de la presente, es invitarle a una celebración comunitaria de la Navidad que organizamos en los locales de la Residencia de Estudiantes Santos Justo y Pastor, el próximo día 25 de diciembre a partir de las 12:30 horas.
Somos representantes del grupo de reciente creación Navidad sin Cuento. Pretendemos con este sencillo acto, demostrarle las inmensas posibilidades que aún nos quedan para disfrutar del verdadero espíritu de la Navidad.
Sabemos que últimamente ha tenido alguna experiencia muy desagradable, de la que intentaremos sea resarcido del modo más conveniente. A la espera de que se produzca el encuentro personal, reciba nuestro más cordial saludo.
Navidad sin Cuento
Tras escuchar el texto, Alicia sentenció que era una broma intolerable. Pero cuando su padre le dijo que pensaba a acudir hasta allí, porque después de leer el último párrafo se imaginaba que allí podría estar la solución al robo de las joyas, cambió de idea.
—Quizá tengas razón, papá… ¿Por qué no le comentas algo a Gayano?
—¿Qué tendrá que ver Gayano en esta historia?
—Mira, papá, si sospechas que allí pueden estar las joyas, lo más probable es que no estén sólo las de mamá… —De inmediato se mordió los labios. No debería haber evocado su imagen en ese momento, pero ya estaba hecho. —Quiero decir que habrá más personas como tú, y que te vas a encontrar con los ladrones, o alguno de sus cómplices. ¿No crees que la Policía debería saber algo?
—A ver si se va a liar la cosa, y me quedo sin las joyas. Es lo único que me interesa… Además, podría suceder que no hubiera nada de eso, que fuera sólo una celebración que organizan las monjas de la residencia para los viejos como yo y se refieran, ellas qué saben de robos, sino a la muerte de tu madre.
*
Gayano Balmes bajó al bar de Pruden a tomar un café en compañía de Daniel del Río. Desde hacía unos días no había habido ni una sola denuncia por robo.
—Estoy seguro de que algo traman, Dani. Nadie me lo puede quitar de la cabeza.
—A mí me parece que no se han creído lo que dijiste en la rueda de prensa. Les has asustado —comentó del Río ante la mirada escéptica de su jefe.
—Si nuestras teorías son ciertas, aunque no podamos hacerlas públicas para que no nos ingresen en un manicomio, esto sólo me cuadra porque están preparando algo gordo.
—Tienes la cabeza más dura que los apóstoles… Yo no lo creo, pero, suponiendo que sea cierto, qué imaginas que están tramando.
—Y yo qué sé. Si se me ocurriera, lo diría. Supuse que en esta semana iban a arreciar los robos, precisamente por la cercanía de las fiestas. Pero pararon. No sé, no me cuadra.
—Si supiéramos qué pretenden, quizá fuera todo más fácil —musitó del Río, como si pensase en voz alta…
—Tendríamos que haber estudiado mejor cada robo. Seguro que hay algo que nos abriría los ojos. Me parece que nos hemos quedado en la superficie.
—Nada encaja con el perfil habitual de una banda de ladrones.
—Salvo que roban, querrás decir.
Del Río hizo caso omiso al intento de broma del Comisario, y continuó con sus reflexiones.
—Digo que el error ha sido pensar que luchábamos contra una banda de ladrones al uso. Y me parece que no es eso. Me parece que se trata de otra cosa. —Del Río seguía dando vueltas al contenido de su taza. El azúcar se había desleído hacía tiempo. —Cualquier ladrón, y más una banda, se lleva todo lo que encuentra en una casa y le pueda servir; no se anda con tantos miramientos. Hay ciertos objetos que no valen absolutamente nada, salvo su valor sentimental. En algún caso se puede aceptar casualidad o confusión, pero no en tantos. Es decir, los ladrones conocen bien a muchas de sus víctimas. Sabemos que no son jóvenes. Intuyo que son tan conocidos que nadie, ni nosotros, sospecharía que está ante un ladrón si le viera entrar o salir de una de las viviendas asaltadas. Los confundiríamos con alguna visita o algún otro vecino… O sea, Gayano, que roban, sí, pero no sabemos para qué roban.
—¿Estás seguro de todo lo que dices?
Del Río llevó el café a los labios y sintió en la punta de la lengua el sabor amargo del café, quizá ya un poco tibio. Cuando depositó la taza sobre el platillo, negó con resignación.

*
El día de Navidad llegó envuelto en viento del sur. Los restos de nieve de las jornadas previas se habían disuelto y el ambiente de Euritmia era más cálido de lo habitual para esos días. El sol hacía rutilar en nácar las nubes que buceaban juguetonas en el cielo.
Sor Matilde no había dormido, se acercaba el momento estelar de la operación Navidad sin cuento. En pocas horas sabría si todo había sido un éxito, o, por el contrario, ella, su hermana y su cuñado, comenzaban un calvario que les llevaría, sin duda, a prisión.
Cuando su hermana Coronación le explicó su idea, no pensó que aceptaría, pero al final lo hizo. Fue una mañana calurosa de agosto cuando escuchó por primera vez lo de los robos. Se llevó las manos a la cabeza y recriminó a Coro con dureza por semejante ocurrencia del diablo.
Según su hermana, Euritmia, como el resto de Europa, caminaban con paso firme hacia el desastre. La crisis económica, en realidad, no era más que una mezcla de abuso de los bancos, miedo, engaño, avaricia y pérdida de valores. Se trataba con esta acción de poner el dedo en la llaga. Era vehemente en su discurso.
—Nosotros, Matilde, no podremos hacer nada frente a los bancos, y contra eso que llaman mercados, pero a lo mejor podemos devolver sensatez a unas cuantas personas. Ahora parece que todo en la vida se reduce a lo material. El dinero es lo único que importa. Demostremos que a todos nos sobra algo, que sin parte de lo que tenemos, podemos seguir viviendo.
La mirada de Matilde reprobaba la verborrea justiciera de Coro. Adujo la monja que todo aquello le sonaba a bandolerismo, que no estaba dispuesta a convertirse en Sor Matilde, la Bandolera, que no era tarea suya quitar a los ricos para repartir a los pobres y que como no se fuera de allí en ese preciso momento, ella misma la echaría a patadas en su gordo trasero. Pero su hermana se defendió.
—No pienso repartir con nadie lo que robe, ni pienso quedarme con un céntimo. Sólo será un depósito hasta Navidad. Ese día lo devolveremos a sus dueños, como un regalo.
—Pero si es suyo —protestó Matilde.
—¡Esa es la cuestión, hermanita…! No hay nada que en el fondo sea nuestro. Si miras bien, todo lo abandonaremos, aquí se quedará. Detrás de nosotros, habrá otros que con ello harán lo que estimen más oportuno, y no podremos evitarlo. Las monjas y los curas no hacéis más que repetirnos esas cosas una y mil veces… Ya ves, lo habéis conseguido, me lo he creído. Pero si alguna vez no se practica, sólo serán bonitas palabras…, música celestial.
Matilde escuchaba a su hermana y no daba crédito. Empezaba a dudar. En un solo minuto pensaba que había enloquecido o que estaba ante una verdadera santa. Decía cosas muy parecidas a la propuesta evangélica, pero algún matiz se le había pasado.
—Coro, Coro, eso no es así. Se trata de que cada uno llegue por sí mismo a semejante conclusión. Las imposiciones no sirven. Es en el propio corazón donde se decide.
—Sí, ya lo sé. Pero el corazón también necesita de alguna ayudita.
—Ahora me he perdido.
Coronación sonrió. Intuyó que estaba a punto de lograr lo que pretendía.
—¿Cómo  puede decidir el corazón sobre el asunto, si sólo se le bombardea con el afán de tener más, de gastar más, de que a más cantidad de cosas, más felicidad? De pronto, con esto de la crisis, el abuso y el miedo han llegado como una bandada de cuervos hambrientos. Todo el mundo piensa que es infeliz porque la economía va mal… Ellos son quienes nos están robando, de acuerdo, pero lo peor es que no sólo nos quitan el dinero, sino también nuestra alegría… Contra el abuso no podemos, quizá contra el miedo de algunos sí.
—Y llegas tú, y vas y les quitas más, para que se pongan tan contentos. No me digas que no es extraño tu planteamiento…
—Sólo temporalmente. No pretendo arruinar a nadie. No se trata de desvalijar las casas, se trata de robarles una parte de lo que tienen. Si me apuras, a los que conocemos más, yo sería partidaria de quitarles más que dinero, algo de cierto valor, donde hayan puesto demasiado sentimiento. Eso les dolerá más, y se darán cuenta que ni los recuerdos, o el cariño, desaparecen con la pérdida del objeto querido. Quizá sean los que primero entiendan que no pierden tanto cuando les desaparece una pulsera o una foto… Te repito, será temporal, como mucho, para nuestras primeras víctimas, tres meses. Luego se lo devolvemos y que ellos actúen en consecuencia. —Tras tomar aire, siguió, más convencida aún. —Éste ha de ser tu trabajo. Hacerles ver dónde está la felicidad y cuál es el verdadero sentido de la Navidad… Me parece que los males de este mundo comenzaron el día en que la Navidad sólo parece que existe si se ha gastado mucho, a veces más de lo que se puede. —Tras un nuevo silencio, un poco más largo esta vez, cambió el tono de su voz. —¿No te parece muy triste que la época de mayor consumo y mayor gasto en centros comerciales, joyerías, jugueterías, carnicerías, pescaderías, fruterías y restaurantes sea precisamente Navidad?
Matilde se sintió acorralada por el discurso de su hermana. Buscaba una salida.
—Robar en una casa no es tan sencillo… ¿Les pedirás permiso para entrar y luego te llevarás algo de allí sin que se enteren? ¿Se lo vas a coger del baño?
Coronación sonrió.
—Para algo tiene que haber servido casarme con el mejor cerrajero de Euritmia…
—¿No me digas que Isaías está en el ajo?
—¿No pretenderás que me ponga en contacto con una banda de ladrones?
Coro había pensado también pedir a su hermana que la Residencia sirviese como almacén de lo sustraído. Así se evitarían el transporte hasta allí durante las vísperas de Navidad, pero le pareció demasiado para el primer día. Mejor esperar al resultado de los primeros golpes. Si salían bien, sería más fácil convencerla.

Todo transcurrió según lo planificado, mejor aún, pues habían robado en todos los hogares previstos, una semana antes de lo calculado por Isaías. Al final de octubre, Matilde había accedido a cada pretensión de su hermana y ya estaba enfrascada en la preparación del día de Navidad. Con cada lote hurtado confeccionaba un paquete de regalo al que adhería una tarjeta con el nombre del destinatario. Los bultos se apilaban en un local vacío y amplio de la Residencia y del que sólo ella, como superiora de la comunidad, tenía la llave.
A primera hora de la mañana de Navidad, tras los laudes, convencida de que sería su última jornada en aquella Residencia, se encaminó hasta allí y se cercioró de que todo estaba en su lugar. Había preparado un acto sencillo. En la capilla se celebraría la primera parte.
Le había costado muchos quebraderos de cabeza organizarlo. Había pensado muchas cosas, pero ninguna le convenció.
Al fin encontró la inspiración. Se trataba de ir a la esencia, así que a la esencia fue. Leería dos textos bíblicos, el nacimiento tal y como lo narra Lucas en su evangelio y el himno de la carta a los Filipenses, que desde que llegó a su corazón no dejaba de arrullar en su corazón como una nana: “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos..." (2)
Después, aparecerían su hermana y su cuñado y dejarían sobre el altar la imagen de un niño Jesús tumbado en su cunita. De fondo sonaría una música suave.
A continuación bajarían a la sala donde estaban los paquetes con sus pertenencias.
—Aquí está lo que es vuestro —diría—. No os lo hemos robado. Tal cual lo tomamos os lo devolvemos. Sólo pretendíamos que os dierais cuenta en dónde está la vida.
Por último sólo deberían esperar su reacción.
Pero en ese momento, mientras su mirada recorría los paquetes, temía su reacción. Eran demasiados

Como cada aurora, al levantarse se había asomado a la ventana de su celda, que daba a la calle Arcipreste de Hita. Era una costumbre que conservaba desde la infancia, mirar a la calle nada más salir de la cama. Y lo vio.
Frente a la puerta de la Residencia, se apostaba un coche camuflado de la Policía.
En Euritmia casi todos se conocen. Casi todos saben mucho de la mayoría de vidas, aunque casi nadie sepa lo que importa, pero eso es otro cuento.
Cuando sor Matilde se asomaba, el joven que se sentaba al volante del vehículo, salió a estirar las piernas y encendió un cigarrillo. Era el nieto de una de sus amigas de la infancia. Matilde sabía que era policía.
Un nudo le apretó en el corazón. Quizá alguien, al recibir la invitación, se malició algo y había dado un aviso a la Comisaría.
No obstante, estaba segura que la Policía no tenía nada concreto. De lo contrario habrían llamado a la puerta de la Residencia esgrimiendo una orden de registro, y a esas alturas, ya estarían en algún calabozo. Por eso, porque sólo sospechaban, esperaban acontecimientos con una discreta vigilancia.

Mejor mantener el silencio. Toda la suerte estaba echada. Al menos habían llegado al día de Navidad, que era mucho más de lo que había sospechado en el mes de agosto.
Mejor no decir nada ni a su hermana, ni a su cuñado, no fueran a traicionarles los nervios.
Mejor esperar, sí.
Una vez que los propietarios abran el contenido de los paquetes, que cada corazón resuelva cómo actuar, que cada corazón escriba el desenlace de la Navidad sin cuento.



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(1) Se refiere al crimen recogido en la novela del mismo autor Muerte en noviembre aún inédita. N. del A.

(2) Para quien lo quiera leer completo lo encontrará en la Carta a los Filipenses, capítulo 2 versículos 1 al 11.

miércoles, 2 de enero de 2013

El parcial. 2009


—Aquellos días mis padres, tus bisabuelos, no tenían la misma sonrisa pintada en los labios. Yo era muy pequeña y casi no me acuerdo de las cosas de entonces, pero de eso sí. ¿Por qué no sonreían…? Pues no lo sé muy bien, aunque años después deduje que era porque mi padre se había quedado sin trabajo y se sentía como si colgase bocabajo de un precipicio. Pero con mis cinco o seis años no podía llegar a tales conclusiones.
La mirada de la abuela se extraviaba en los recuerdos, como si atravesara un largo sendero flanqueado por la sombra de los troncos de árboles de otoño. La mañana de ayer sábado, mi padre me dijo que tenía que ir yo a su casa. Mi madre no podía ayudarle a hacer la limpieza semanal. Ella y mis dos tíos se turnan para esa labor. Mi abuela está muy torpe de piernas, lo demás, sobre todo la cabeza, le funciona como un reloj de precisión. Parece ser que a mamá no le quedó más remedio que acudir a la oficina, por culpa de un trabajo que no habían acabado a tiempo y que tienen que entregar de todas maneras mañana lunes. Eso, o pierden un importante cliente, y las cosas no están como para perder clientes.
Reconozco que me enfurruñé un poco, pues los planes que tenía previstos para el fin de semana se habían torcido de mala manera. El lunes no sólo es mi madre la que tiene que dar cuentas a alguien de algo. Su hija mayor, o sea yo, se examina de un parcial importante y había planeado estudiar en casa todo el día, hasta por la noche en que quedaría con Nacho a cenar y a lo que surgiera. La tarde del domingo la dedicaría a repasar a fondo el examen que se asoma como el último escollo antes de las vacaciones. Pero era imposible negarme a lo que pedía mi padre. Más que nada porque no estaba en casa, estaba en su oficina, liado con la contabilidad de final de año, y la nota gritaba con contundencia sobre la mesa de la cocina, junto a la tostadora del pan. Imposible no verla. Es decir, imposible aducir desconocimiento como excusa. Mi noche con Nacho se evaporó. Tendría que recuperar de algún modo las horas que estuviera con mi abuela Estefanía, y tal reparación fue rápida, como no podía ser de otro modo, y me ocupó la tarde y la noche de ayer. A mi novio no es que le alegrase mucho la idea, pero ha entendido que no esté dispuesta a suspender el parcial, este parcial, por una cena más o menos romántica y sus postres. Ya le compensaré a lo largo de la semana. Nacho es un buen chico.
En resumen, no fui muy contenta a casa de mi abuela. Me presenté ante su puerta, como decía mi madre, mohína. Mi abuela que tiene una gran intuición, se dio cuenta en cuanto que me vio la cara, al abrirme.
—Vaya, Violeta, parece que no te alegras de ver a tu abuela. Cuando me ha llamado tu madre para decirme que serías tú quien vendría hoy en vez de ella, me he alegrado, me he alegrado muchísimo, pero veo que a ti no te ha parecido muy bien, eso de venir a ver a la vieja Estefanía.
—Si es que tengo que estudiar muchísimo, abuela…
A ella no le podía revelar las verdaderas razones que explicaban el gesto de mi rostro, pero no hacía mucha falta…
—Ya, hija, ya, mucho que estudiar. ¿Qué tal tu novio…? ¿Nacho, verdad?
Y estoy segura de que sonreí, pues con aquella pregunta se desmontó mi contrariedad, como si tuviera la solidez de un castillo de naipes. La verdad es que era poco más que eso, porque ir a casa de mi abuela siempre había sido una fiesta para mí, y más desde hace unos años, desde que acudo por mi cuenta, y charlamos de nuestras cosas, sin la presencia de otros adultos o niños que entorpezcan nuestras conversaciones bien con distracciones, bien con intervenciones más o menos desafortunadas.
—Anda —me dijo— ven a tomarte un cafetito con tu abuela y me cuentas cómo te va, que hace muchos meses que no charlamos tú y yo.
—¿Y la limpieza…?
—Bah, bah, la limpieza, la limpieza… Ya vendrá tu tía a la semana que viene. Total qué más da un sábado, si está todo como los chorros del oro. Luego le pasas un poco la aspiradora a la casa y listo. Nadie va a decir nada, tenlo por seguro… Eso sí, será un secreto entre las dos, que si se lo cuentas a alguien seguro que las cuñadas de tu madre o sus hermanos, me vienen con monsergas.
Mi abuela es así.
Seguro que si hubiera ido mi madre o alguna de mis tías, habría actuado de otro modo, pero conmigo las cosas son diferentes, y no seré yo quien escamotee sus ilusiones. No era difícil deducir que tenía ganas de cháchara con su nieta mayor.
—Lo malo, es que no me avisasteis con tiempo. Si llego a saber que eres tú quien vienes, hubiera comprado esas pastas de té que tanto te gustan… ¿o eso era cuando eras pequeña?
—¡Qué cosas tienes, abuela! ¿Qué más da? No quiero nada. Con el café me vale.
Últimamente, aunque sean pocas veces, cuando me acerco yo sola a su casa, le da por las confidencias, por esos relatos que hace unos pocos años me parecían rarezas de viejos y ahora me apasionan. Que estudie Sociología no sé si tendrá mucho que ver con este cambio en mi percepción de las historias de mis antepasados. A veces creo que es al contrario, que estudio Sociología porque veo a las personas y a cuanto les rodea (incluyendo el pasado, que imagino como una pesada mochila sobre los hombros) de una manera muy diferente a como las veía antes. No hace mucho, tampoco soy tan vieja.
El café estaba a punto, bien caliente, arrojando su aroma desde la cafetera de toda la vida, la que le he conocido siempre, una cafetera que a pesar de sus muchos años, parece nueva.
—Hale, hija, coge esa bandejita, y vamos al cuarto de estar.
Mi abuela dice cuarto de estar y no salón. Protesté.
—Pero abuela, si soy de confianza, creo que podemos tomar el café en la cocina, sin tanta etiqueta, y de paso no corremos el riesgo de ensuciar algo.
—Anda, anda, doña etiquetas, que me quiero sentar tranquila en mi butacón… No creas que te vas a ir tan pronto. Una cosa es que no vayas a limpiar, y otra que te largues así como así. Quiero que el rato que estemos juntas estemos cómodas.
Con ella no se puede, está visto. Sólo había un servicio sobre la bandeja, lo que me sorprendió un poco.
—¿No tomas nada?
—Disfruta, tú que puedes. —Sonrió con una pizca de resignación, ya que el café es una de sus debilidades—. Me ha dicho el médico que reduzca la dosis. Mi cuerpo no es lo que era. Ya he desayunado, y hasta después de la comida no puedo tomarme otro.
La miré con un poco de miedo. No es tan mayor. Unos setenta y dos o setenta y tres años. Aunque en casa siempre he oído que su tensión es un poco alta, y que tendría que haber adelgazado hace años. Según mi madre, que parece la médica de cabecera de la abuela, si tiene tantos problemas en las piernas se debe a sus muchos kilos. Supongo que el café no debe ser un buen aliado con estas perspectivas. De todos modos no me rendí.
—Pero podrías tomar otra cosa, y así me acompañas.
—Zalamera, que no eres más que una zalamera. ¿Qué me voy a tomar yo a estas horas, un güisqui?
—Abuela, anda que no eres tú exagerada… No sé… una infusión, un cafetito descafeinado, un refresco…
Me empujó hacia el salón, y quedó concluida aquella parte de la conversación. Ella quería que habláramos, pero no precisamente de estas cosas que tenían que ver con su salud.
—Vamos, vamos, Violeta, deja de insistir y sentémonos ya que las piernas se me pueden partir… Si quiero tomarme algo, ya me lo tomaré…
Sin embargo, al llegar al cuarto de estar, el silencio nos envolvió con su manto denso. Como si de pronto fuera imposible articular palabra. Me mantuve a la expectativa, pues era ella quien quería decirme algo. Sin embargo, no abría la boca. Sus ojos, oscuros y brillantes, escrutaban mi fisonomía con intensidad, y en su cara sin arrugas, salvo las líneas propias de la expresión, se dibujaba una sonrisa de beatitud extraña. Por un momento pensé que había sufrido una especie de un vacío mental, como si hubiera perdido contacto con el tiempo y el espacio que ocupábamos. Tras un suspiro satisfecho se decidió a hablar.
—¿No bebes el café…? —Me apresuré a servirme del líquido negro, que apenas aclaré con unas gotitas de leche, y lo endulcé convenientemente a mi gusto. Aunque aún estaba muy caliente, aguanté la quemazón de la lengua y los labios sin rechistar. —¿Sabes, Violeta…? Me recuerdas mucho a mi padre, a tu bisabuelo Lorenzo…
Ya estaba acostumbrada a esa comparación. La primera vez que la escuché, me asusté un poco, porque pensé que se refería a que parecía un hombre, y por aquel entonces, que me comparasen con un hombre, me fastidiaba muchísimo. Ya tenía yo bastante con mis propios fantasmas, puesto que era a quien menos le había aumentado el pecho del grupo de amigas, como para que mi abuela dijese tales cosas. Incluso creo que tuve pesadillas con la posibilidad de que me creciera la barba o el bigote en cualquier momento. Y no, por ahí no quería pasar. Yo quería ser lo que era. Es decir, yo quería que todo el mundo supiera que tenía ante sí a una mujer, o el proyecto avanzado de lo que sería una mujer. Con trece o catorce años se piensan cosas muy extrañas. Con el tiempo, me di cuenta que se refería a otra cuestión, a algo parecido al gesto, al corte de algunas facciones, probablemente a alguna expresión de su rostro que ha pasado de modo invisible e inexplicable a través de las generaciones para aterrizar en mí, pero que es imposible de comprobar, pues se disponen de muy pocas imágenes de mi bisabuelo y las dos o tres que tenemos son, obviamente, unas instantáneas en que el tiempo se ha congelado para siempre, y que no permiten captar esa sutiliza a la que se refiere mi abuela.
—Siempre me han dicho que me parezco a tío Higinio…
Ella asintió.
—Sí, hija, Higinio es la viva imagen de su abuelo. Cada día me le recuerda más.
—¿Entonces me voy a quedar calva y voy a tener bigote blanco…?
A estas alturas de mi vida soy capaz de bromear sobre el asunto. Aunque supongo que a Nacho no le haría mucha gracia semejante perspectiva.
—Anda, guasona, que ya sabes a lo que me refiero.
Negué con la cabeza. Y no mentía. No sabía exactamente a lo que se refería. Suponía que en sus palabras había algo más que una mera referencia al aspecto físico. Era cierto que mi estructura ósea, tan distinta de la suya, más bien alargada y estrecha, como tío Higinio, era cierto que el rostro parecía el de un óvalo perfecto, que en mi tío era más perceptible que en mi rostro, puesto que mi melena difumina la pureza de la línea que en su caso, debido a la ausencia de cabello, resalta la obra de un escultor muy perfeccionista. Es verdad que el tono de nuestros ojos, como de miel, no abunda entre los miembros de la familia que se dividen casi a partes iguales entre el marrón oscuro y el verde. Es verdad que la forma de la sonrisa es muy semejante. Pero sospechaba que mi abuela, no se refería a eso, o a eso solamente.
—Verás, hija, muchas veces he pensado que tu bisabuelo tendría que haber sido músico. Lo intenté con tus tíos y con tu madre, pero las circunstancias económicas no eran las mejores, y por lo que se ve ni tu padre ni tu madre han considerado esa posibilidad contigo. Y es una lástima, la verdad… A mi padre le podía la música. En cuanto que escuchaba el principio de una melodía se iba detrás de ella, como un poseso y entornaba los ojos de un modo especial, como si realmente viese pasar a lo lejos las notas que se escapaba como niñas traviesas. Ese mismo modo de entornar la mirada lo tenéis tú e Higinio. Por eso digo que me le recuerdas, por eso digo lo de la música. Quizá se trata simplemente de que era un hombre de muchísima sensibilidad y lo percibía todo cuanto pasaba a su alrededor de manera especial…
Intuí que en ese preciso momento empezaba la historia que me quería contar. Lo anterior fue la introducción para llegar a este punto. Lo mismo habríamos llegado a ella, si hubiéramos empezado por el tiempo, o por la política o por el sexo de los ángeles… Hubiera dado exactamente lo mismo. La abuela Estefanía pretendía contarme lo que me contó.
—Y te voy a poner un ejemplo de cuando yo era muy, muy niña… No sé… ¿cinco, seis años…? Déjame echar cuentas, nací en el treinta y siete… o sea, pon que estábamos en el cuarenta y dos o cuarenta y tres… Aquellos días mis padres, tus bisabuelos, no tenían la misma sonrisa pintada en los labios. Yo era muy pequeña y casi no me acuerdo de las cosas de entonces, pero de eso sí. ¿Por qué no sonreían…? Pues no lo sé muy bien, aunque años después deduje que era porque mi padre se había quedado sin trabajo y se sentía como si colgase bocabajo de un precipicio. Pero con mis cinco o seis años no podía llegar a tales conclusiones.
Me arrellané lo mejor que pude en el sofá, y me dispuse a escuchar. Aquello era como leer una novela, pero más interesante para mí, porque al fin y al cabo hablaba de alguien de carne y hueso y alguien de mi propia estirpe. Entonces sí que eché en falta poder mordisquear con tranquilidad una de esas famosísimas pastas que había mentado mi abuela, pero tampoco eran imprescindibles para disfrutar del relato…
—Como te digo, tu bisabuelo Lorenzo tenía una especial sensibilidad para la música, y eso hacía que pareciera atento y distraído a la vez, como si siempre estuviese escuchando una melodía en algún sitio, normalmente desconocido para la gran mayoría. Aunque no sonreía de la misma manera que en los meses anteriores, y aunque seguro que estaba pasando por muchas dificultades, procuraba que sus hijos no nos diéramos cuenta, o sólo lo justo. En especial su hija pequeña, su preferida, es decir tu abuela Estefanía. Solía decirme, cuando me daba por alguna de mis llantinas, que siempre había una canción para borrar una lágrima.
Sonrió con una pincelada de melancolía distribuida sabiamente en la luz intensa de su mirada. A pesar de que hubieran transcurrido tantos años (hice un cálculo rápido, unos sesenta y seis o sesenta y siete) estaba claro que lo que me iba a contar era un tatuaje en su cerebro. Estoy segura de que se trataba del primer recuerdo, ése que cada uno sabe que es el que inicia su memoria, pues sabe que todo lo anterior que conoce de sí son como implantes impostados, ideas que otros introdujeron en nuestra baúl de evocaciones y que, de tanto escuchar, parece que recordemos su vivencia, cuando lo único que hacemos es repetir el eco de sus palabras.
En unos instantes abandonó el surco de su memoria y volvió al presente.
—Llevo pensando en ello toda la mañana. Desde que me dijeron que serías tú la que vendrías, no se me ha ido de la cabeza…Creo que es la primera vez que se lo cuento a alguien, y no sé por qué no lo he hecho, aunque no pienses que se trata de grandísimos secretos o de algo tremendo. Es una historia muy simple. Y mira que fue importante para mí… Faltan pocos días para las navidades y quizá también eso me lo ha recordado… Violeta, es que cada vez que te veo o te citan en mi presencia, no puedo evitar pensar en papá… Y pensar en él es pensar en aquello.
Creo que es la primera vez que he escuchado a la abuela referirse al bisabuelo, diciéndole papá. Aquella sola palabra fue como el timbre en los teatros que anuncia el final del descanso y el comienzo del siguiente acto, rogando a los espectadores que vuelvan a la sala y ocupen sus localidades para no perder ni un detalle de la obra.
—Aquella mañana estaba muy extrañada, porque papá estuviese en casa y no fuera a trabajar. Le pregunté si estaba malito y por eso se había quedado en casa. Me miró y me sonrió, y me dijo que por qué no iba yo al colegio, que si estaba malita. Le contesté que no, que no iba a la escuela porque teníamos vacaciones. Y él me preguntó que por qué teníamos vacaciones. Pues porque estamos en Navidad. Pues eso, me contestó, estamos en Navidad… Con esa respuesta me conformé porque de inmediato, sin variar de tema, cambió tanto de perspectiva que aquel asunto de su estancia en casa un día de trabajo se me olvidó por completo…
—¿Y tus hermanos…?
Creo que metí la pata, tendría que haberla dejado continuar, pero es que a veces, me surgen estas preguntas tontas que no llevan a ninguna parte, salvo que a quien habla se le vaya el hilo de su historia, hasta perderlo, pero por suerte, mi abuela sabía perfectamente lo que me quería contar.
—Mis hermanos no estaban en casa. Un par de días antes habían ido al pueblo, a casa de nuestros abuelos maternos, los padres de tu bisabuela Mirella. Oficialmente para pasar las vacaciones. Ahora sé que era una forma de ahorrar unas monedas. De hecho Jacinto, el mayor de los tres, se quedó allí después de las fiestas, para ayudar a los abuelos, dijeron. Es como si se hubiera ido de casa quince años antes de lo que correspondía. Tendría diez años y ya casi no nos vimos. De Pascuas a Ramos. Luego se casó en el pueblo con Oria, con lo que ya casi ni nos vimos. Desde entonces es como si Paco hubiera sido mi único hermano. Creo que eso consumió a mamá, al fin y al cabo Jacinto fue su primer hijo… Pero de esta parte de la historia de la familia, hemos hablado muchas veces y ahora no viene al caso…
No venía al caso, pero sus ojos revolotearon a la captura de una lágrima que, por suerte, o no, no llegó a atravesar el dique del lagrimal. A penas unos pocos segundos y continuó su lento monólogo.
—Se te va a quedar frío el café… —Apresuradamente dirigí mi taza a los labios. No me había dado cuenta que estaba vacía, así que volví a verter el líquido de la cafetera. En esta ocasión, sólo lo endulcé—. Decía que mi padre, sin cambiar el tema, me metió en otro asunto. ‘Ya que los dos estamos de vacaciones de Navidad, ¿qué te parece si empezamos a pensar en el belén?’ Como te puedes figurar, me dejaron de importar las razones por las cuales papá estaba en casa un día en que no tendría que estar, o por qué no sonreía como antes, o por qué mis hermanos se habían ido con los abuelos durante esas fechas tan señaladas… Sólo me importó el rescate de las figurillas del belén. Apareció mamá, secándose las manos con un paño de cocina. Nos había escuchado y venía refunfuñando… Dijo que no, que era muy pronto aún para poner todas la casa patas arriba. Pero papá le sonrió, como siempre y le dijo, ‘No te preocupes, Mirella… Aún no vamos a hacer nada, sólo miraremos las figuras y veremos a ver si están todas en condiciones, o tenemos que buscar alguna por el mercado. Además, no es tan pronto, sólo faltan cinco días para Navidad’.
Por un momento, se me vino el alma a los pies. Menudo recuerdo, pensé. Quizá la abuela comienza a chochear. ¿A quién le interesan las figuritas de un pesebre? Parece que aún estamos en la prehistoria.
Quizá la abuela Estefanía intuyó parte de mis pensamientos…
—Claro que a lo mejor no te interesa lo que te estoy contando… —Y sonrió con picardía.
—No es que no me interese lo que me cuentas, es que estas cosas de la Navidad, como que a mí…
Detuvo su mirada de ámbar sobre mi rostro. Me acarició con sus ojos. Se intentó levantar, pero sus piernas le fallaron…
—Anda, Violeta, acércate, que mis piernas hoy no están para nada.
Me levanté lamentando mi sinceridad tan brusca como un acantilado. Pero ya era tarde. Estaba dicho y no quedaba más remedio que cargar con las propias palabras, como quien arrastra un irremediable defecto físico.
—Más cerca, que tu abuela no te va a reñir.
Me arrodillé a sus pies, para estar próxima al escrutinio de sus ojos. Pero ahora no era con los ojos con lo que me quería mirar, sino con sus dedos, que me recorrieron la cara milímetro a milímetro. El tacto de su piel era suave y cálido. Infundía paz.
—¿Cómo es posible que los rasgos de esta cara hayan perdido aquel gusto por la Navidad? —Intenté defenderme, pero fue imposible—. Sssshhhh… Ahora no te queda más remedio que escuchar… Tu bisabuelo me transmitió el amor a esta celebración, yo se lo transmití a mis hijos, o sea tus tíos y tu madre, y suponía que también a vosotros… No, no puede ser que esa cara que es la de papá sea indiferente a estos días… Ay, los tiempos, cómo cambian… Creo que tendremos que hacer algo a ese respecto… Verás, a mí tampoco me gustan mucho algunas cosas de las navidades de hoy en día. Parece que se hayan convertido en la mejor época del año para derrochar dinero por todas partes. Gastar hasta lo que no se tiene, tanta iluminación en las calles, comilonas absurdas, ruido, bullanga…
—Ya, abuela, pero a eso se han quedado reducidas las navidades. A unas vacaciones al principio del invierno que sólo sirven para la juerga y para gastar. Nada más…’
Por unos momentos permanecimos en silencio. No sé si ella meditaba mis palabras o yo las suyas. No supe si había desistido de contarme la historia que me iba a contar. O simplemente dejamos pasar un tiempo de silencio.
—¿Violeta, qué recuerdas de tus navidades de niña? Tampoco hace mucho tiempo de eso, así que no será muy difícil.
La pregunta me pilló por sorpresa.
—No sé, recuerdo que me lo pasaba muy bien en casa, que estábamos todos, que se cantaban villancicos, la cabalgata de los Reyes Magos, los juguetes… —Le sonreí—. Y que se ponía un belén precioso, que había regalado papá a mamá, porque ella lo pidió un año como regalo de reyes… Bueno, un pesebre, sólo un pesebre, que venía de Valencia.
La abuela Estefanía sonrió…
—Vaya si me acuerdo, tú padre vino como loco a casa para pedirme ayuda, y fui yo quien le puse en contacto, a través de un amigo, con la fábrica de Valencia. Por suerte llegó todo a tiempo. Demostró buen gusto, desde luego… Ves, cómo la cosa viene desde antiguo… ¿Y eso te gustaba?
Tuve que admitir la evidencia de los hechos, cómo no me iba a gustar, si allí estaba metida la memoria de lo mejor de mi infancia allá al final de los ochenta, esa que ahora pedía que convocara mi abuela.
—Claro, abuela, era una niña y me llenaba de ilusión aquella bonita historia, aquellos días, el aroma especial de la casa, los regalos, todo. Fíjate que aún hoy eso me gusta, cuando mi madre saca el misterio.
El misterio le decimos en casa.
—El día de nochebuena por la mañana, nunca antes, mi madre lo saca de la caja donde lo guarda, y lo pone en el salón. Es el único adorno que ponemos. —Bien, bien, aún no está todo perdido, porque eso quiere decir que, al menos, te gusta la esencia de la Navidad… ¿Cómo te lo explico? Si alguien en quien tu confías a muerte…, por ejemplo tu novio, te dice que dentro de una caja llena de cáscaras y desperdicios y lodo y otras inmundicias hay un diamante de muchos quilates, ¿qué harías?
—Supongo que a pesar del asco, con unos cuantos utensilios y guantes, eso sí, iría apartando toda la porquería para llegar a dar con el diamante.
—Sensata respuesta. ¿No le pedirías que te lo jurara, ni que te aportara un certificado o una foto previa que demostrase tal cosa, verdad? Y si te lo pidiera un extraño, alguien que no conoces de nada o bien no le harías ni caso o bien pensarías que se trata de algún engaño.
—Eso es —reconocí.
—¿Hasta dónde te fías de tu abuela?
—Vale, abuela, ya entiendo. Esta Navidad nuestra es una caja llena de basura, lodo, desperdicios, inmundicias, cosas inútiles, pero en su interior hay un diamante…
Asintió y me invitó a que volviera al sofá de donde venía.
—Creo que la historia que te voy a contar, aunque es muy corta, te ayudará a corroborar lo que digo… —Esperó a que me acomodara, y continuó.
—Te decía que mi padre convenció a mi madre de que aún no era el momento de instalar el belén, sino de revisar las piezas, para ver que ninguna hubiera sufrido algún percance, no fuera ser que a última hora no pudiésemos hacer uso de ellas. No pensaba tu bisabuelo en los personajes secundarios del relato, sino en los principales. Así que me dejó en la habitación, mientras, él subía al viejo desván, donde en una maleta inservible para otra cosa, guardaba el nacimiento… Al poco bajó con ella y, a pesar del refunfuño de mi madre con que lo iba a llenar todo de polvo, ella que acababa de limpiar, él se limitó a sonreír y a decir algo así como que ya había adecentado la maleta en el desván. Lo que no sé si era muy cierto… Ya sabes cómo son los hombres para estas cosas… El caso es que ante mis ojos aparecieron todas y cada una de las figuras del pesebre, y todas estaban sanas y salvas. Pero a mi padre tal cosa le daba lo mismo. Fue tomando con mimo cada una de las figurillas y me las enseñaba. Durante el rato en que fue explicando todo lo que se le ocurría sobre cada una, la sonrisa que yo añoraba volvió a sus ojos, y allí se quedó como si hubiera amanecido una estrella…
De nuevo los recuerdos de la abuela parecieron materializarse en su mirada y el silencio volvió a acariciarnos. Esta vez tuve la delicadeza y la sensatez de no hacer añicos esa magia especial. Dejé que el silencio que ella misma había provocado continuase el tiempo que ella quisiera, hasta que retomó el hilo.
—Pero yo quería que me llevara al mercado del que me había hablado, así que sólo se me ocurrió decirle… ‘Ya, papá, ¿pero es que el niño Jesús nunca duerme?’ Creo que mi padre se quedó de piedra y no supo qué responder. Al menos durante unos segundos. Tu bisabuela, que tampoco se podía sustraer durante mucho tiempo al embrujo que un belén hace sobre esta familia, debió de aparecer por el cuarto, lo que sirvió a mi padre para trasladarle la pregunta, ‘¿Has oído lo que dice la nena?’ ‘Sí claro, Lorenzo, cómo no voy a oírla, y es por culpa de que le metes muchos pajarillos en la cabeza a una niña tan pequeña’. Esos segundos bastaron para que papá adivinara la causa de mi pregunta, que me salió sin pensar y exclamó, ‘¡Mirella, la niña y yo nos vamos al mercado! Estefanía tiene razón, el niño Jesús es un niño que tiene que dormir, no le vamos a tener todo el día despierto, y menos aún toda la noche, pobre niño y pobre madre…
—Vaya, abuela, qué cosas se te ocurrían’
—Sí, criatura. Yo quería ir a ese mercado tan maravilloso, y además creía a pies juntillas lo que decía. Mi padre ponía tanto empeño en lo que explicaba, que pensé que había que tomar alguna solución. No sé explicarlo mejor, pero mi pensamiento aproximado fue la idea de que la virgen no podría soportar tanto tiempo con el niño despierto. Los niños tienen que dormir. Y al niño Jesús había que dormirlo, para que pudiera descansar, él y los demás… Así que nos abrigamos y para allá que fuimos. No te voy a explicar lo maravilloso de ese mercado, por él bien que has paseado.
Asentí, pues la afirmación es completamente verídica. No quise volver a abrir la boca, preferí que ella continuase con el relato.
—No hacía otra cosa que asomar mis narices por encima de los puestos donde se vendían las figurillas del belén. Por mi estatura tenía la suerte de que todos los personajes estaban a mi altura, los veía de frente, con una perspectiva que les daba más relieve, como si fueran reales. Papá preguntaba en cada puesto si tenían un niño Jesús dormido… Sí, Violeta, sí, así se las gastaba tu bisabuelo. No se andaba con rodeos. Él se imaginaba la respuesta, y quizá también sabía lo que luego iba a ocurrir, pero creo que intuía que todo tenía que continuar por sus pasos. La mayoría de los vendedores negaban y seguían a lo suyo, sin más. Me acuerdo que uno se le quedó mirando y le respondió, ‘Mire que me han dicho cosas extrañas, pero un niño Jesús que duerma… Ya me contará usted para qué queremos en el belén un niño Jesús que duerma’. Pero papá le respondió con todo su aplomo, como si hablara a un catedrático, ‘Pues mire usted, hasta hace un poco, ni me había dado cuenta del asunto, como usted, más o menos. Ha sido mi pequeña Estefanía la que ha logrado que me percatara del tremendo problema que supone para la virgen tener todo el día al niño despierto; porque, fíjese usted, por mucho que el niño sea Dios, y venga a salvarnos, también es hombre y tendrá que descansar, que si no su pobre madre’. Me señalaba con orgullo, ¿sabes? Y añadió algo en lo que yo no había pensado, pero desde entonces no se me ha olvidado nunca. ‘Además, ¿conoce algo que transmita más paz y más ternura al corazón que un recién nacido mientras duerme? Si tiene hijos seguro que me entiende, y seguro que intuye que la Navidad también tiene que ver con eso’. El vendedor abrió la boca sorprendido, se rascó la cabeza y murmuró algo así como que visto de esa manera… Pero lo más probable es que pensara que la niña tenía demasiada fantasía, y el padre era un padre muy consentidor… o lunático.
A mi pesar el relato me estaba atrapando, y ya quería saber yo en qué paraba aquello del niño Jesús.
—Yo estaba terriblemente preocupada, aunque no te lo creas. Es lo que más recuerdo de la primera parte del día. No podía imaginarme aquella dureza de vida, todo el día el niño despierto, sin poder dormir. Supongo que pensaba que las figurillas tenían una vida que nosotros desconocíamos… Seguro que estás pensando que por qué no se me ocurrió lo mismo con la virgen y san José y los reyes o los pastores… Pues bien sencillo, hija, bien sencillo. Ellos eran adultos y estaba convencida yo entonces que ellos se dormirían cuando quisieran, pero sólo si veían al niño dormido. Si le veían despierto, simplemente no podrían dormir, cómo iban a dormirse los adultos, si un niño está despierto. Aquello no tenía lógica… El caso es que por allí no encontramos lo que buscábamos. Mi padre parecía sinceramente preocupado, como yo. Y cuando regresábamos a casa me dijo: ‘No te preocupes, esta tarde con más calma, volvemos al mercado y terminamos de ver algunos de los puestos’.
La abuela se levantó de su butacón, esta vez sí pudo hacerlo sin ayuda. Hice lo propio, pero no me dejó.
—Nadie ha dicho que te levantes. Espera un minuto.
Quizá fuera algo menos. Regresó con un disco de vinilo y con una figurilla de un niño Jesús, que nunca había visto.
—En efecto, volvimos por la tarde, y sucedió lo mismo que por la mañana. No había solución para aquel problema, hasta que vimos este niño Jesús… Ven, acércate que no muerde… Cógelo… Sí, es este. Ten cuidado no se te vaya a caer. Ves qué cosa más preciosa, tan pequeño, tan sonriente. Era del mismo tamaño que el otro que teníamos en casa. En realidad, siempre he creído que fue este niño quien me descubrió a mí, porque sentí algo especial cuando me asomé a aquel puesto. No pude apartar mi mirada de él, y papá descubrió que mis ojos habían sido atrapados por una especie de imán. ‘¿Te ha gustado ese chiquitín, Estefanía?’ Asentí entusiasmada. Así que lo compró. El vendedor lo iba a meter en su cajita llena de pajas, pero mi padre denegó con la cabeza, ‘No se preocupe, nos lo tenemos que llevar así’. El vendedor y yo le miramos extrañados, pero mi padre sabía lo que hacía, me parece. Cuando nos alejamos del puesto se puso en cuclillas a mi altura y me dijo muy serio, ‘Ahora, Estefanía, vamos a ir a esa iglesia tan grande que está allí, se llama Catedral’. Yo le miraba con los ojos como platos. ‘Allí están tocando una música maravillosa, algo que aún no has oído nunca, pero no te cansarás de escuchar a lo largo de tu vida, estoy seguro… Tú sólo tienes que escuchar la música y tener al Niño entre tus manos, seguro que a ti te hace caso, y cuando llegue la melodía como de una nana, si tú lo deseas con todas tus fuerzas, seguro que sucede’.
Yo que tenía al niño entre las manos, no podía creer lo que estaba escuchando. Es imposible, me decía. Pero la verdad es que aquella minúscula figurilla de unos tres o cuatro centímetros parecía sonreír. Y si no fuera herejía, pensaría que hasta entendía lo que escuchaba. Mi abuela me entregó el viejo disco de vinilo. Leí su título “Weihnachtsoratorium BWV 248 de Johann Sebastian Bach”. Y le miré aún sin comprender…
—¿Serás capaz de ponerlo a funcionar?
—Creo que me acordaré.
El tocadiscos estaba en su sitio de siempre, justo al lado de donde estábamos sentadas. Sospeché que todo estaba relacionado con el tesoro que se escondía dentro de sus viejos surcos. Puse el disco en funcionamiento y comenzó a sonar una música que a pesar de llevar tantos años en la casa y unos doscientos setenta y cinco entre la humanidad yo no había escuchado nunca. Las trompetas y el coro, no sé, todo era una maravilla. (Efectivamente, su inicio sirve para resucitar a los muertos como leí anoche en Internet, mientras reparaba mi deuda con esta obra). Mi abuela seguía en silencio, mientras escrutaba mi rostro. Antes de que acabara la pieza, ya estaba hablando.
—Con una cara parecida a esa es con la que me quedé cuando entramos en la catedral. Estaban tocando esa obra. ¿Nunca lo has oído?... Se trata del oratorio de navidad de Bach. Es una de sus obras maravillosas. Con esta música descubrí que la Navidad también es ternura, ¿sabes?, pues al fin y al cabo, en navidad festejamos que Dios se hace niño. ¿No te parece maravilloso? Como mi padre era un gran amante de la música él sabía estas cosas. Por eso me llevó hasta allí. Resulta que se trata de una de sus preferidas. Se la conocía al dedillo y al comentar yo por la mañana lo del niño, recordó que la interpretaban en la catedral por la tarde… Ahora vamos a hacer una cosa, Violeta. Vas a avanzar hasta el noveno surco, si no me equivoco. Es el tema previo al que ahora interesa, que es el décimo, lo que se llama la sinfonía del oratorio. Si la memoria no me falla, es el que abre la segunda cantata del coro. Cuando esté la aguja en ese punto, vuelves a coger al niño en tus manos. Y cuando empiece a sonar la música de la sinfonía, mira al niño, nada más… Como te decía, cuando entramos en la catedral la música me asustó un poco, y me agarré bien fuerte a la mano de papá, en la otra mano llevaba al niño Jesús, y tenía mi atención sólo puesta en que no se me cayera. Creo que era el regalo más valioso que nunca me habían hecho. Tu bisabuelo se percató de mi miedo y en vez de acercarnos a donde estaba el público, dimos una vuelta por las inmensas naves de la catedral. Sabía que había tiempo. Me fui tranquilizando, hasta que nos acercamos al lugar donde estaban los espectadores del concierto. No entendía casi nada. Algunas partes me parecieron aburridas, pero otras… De pronto, comenzó a sonar aquella música, y miré al niño en la palma de mi mano, y…
Era como si tuviera todo el tiempo bien calculado, porque no hizo falta que siguiera hablando. En ese preciso momento, la música de la orquesta que llenaba el cuarto de estar acometió con dulzura los primeros compases de este tema (1), y y el niño Jesús se fue quedando dormidito sobre mi palma que parecía sentir su respiración tranquila, la respiración de un niño que se fía de la mano de una joven que mañana tiene un importante examen parcial, un niño que es capaz de dormirse en su cuenco, como si allí estuviese bien seguro, el lugar más seguro del universo…

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(1) Obviamente quienes esteis leyendo este cuento, aquí mismo, con subir a la cabecera del blog y presionar sobre el vídeo, escucharéis la melodía a la que se refiere Estefanía.
Los que recibáis este cuento vía Internet lo tenéis sencillo. En la dirección que señalo a continuación podréis escuchar una versión de esta música. El vídeo dura ocho minutos y medio, la melodía que parece una nana para el niño Jesús ocupa los primero cinco minutos y medio en esta versión:
http://www.youtube.com/watch?v=pWHfyrboZz0&feature=related Los leáis la versión en papel, si no disponéis de esta obra, tendréis que entrar en internet y teclear la dirección anterior.